Todas las cosas, en última instancia, tienen que ver con la muerte. Porque todas las cosas llevan en sí un dinamismo que pide no terminar nunca. Por eso no hace falta estar hablando continuamente de la muerte, en una obsesión enfermiza. En el fondo, ya nos entendemos cuando hablamos. Y es que en todas las cosas ya hay una promesa que desafía a la muerte. Descubrir que la vida es una cuestión de vida o muerte.
miércoles, 24 de abril de 2013
lunes, 15 de abril de 2013
¿Sólo "solo" o los dos?
Esta breve, brevísima, entrada, que me permito que sea no directamente filosófica, pretende abordar el tema de la tilde en el adverbio "sólo". El sentido de este tipo de tildes, que, desde que éramos pequeños nos han enseñado a poner, y si no lo hacíamos se nos bajaban 0.25 puntos en un examen, es evitar una confusión entre dos palabras distintas que suenan igual. Desde hace poco, la RAE aconsejó, ACONSEJÓ, dejar de usar esa tilde, porque consideraba que en los casos que DESDE SIEMPRE había posible confusión, ya no lo había.
La clave de toda la cuestión está en la palabra "aconsejó". Entérense, profesores ávidos de restar puntos, un consejo no tiene por qué seguirse, siempre y cuando se tengan razones propias para creer que, o bien es un consejo erróneo, o bien es un consejo cuya aplicación no es estrictamente necesaria, o que, directamente, es innecesaria. (Para aquellos inseguros, acudan a cualquier diccionario de la RAE para precisar el significado de la palabra "consejo". O "recomendación". Da igual qué palabra se use, el sentido es el mismo: la decisión sigue estando en el individuo). Por este motivo, siempre que escriba "sólo" lo haré con tilde, de tal modo que si en algún lugar de mi producción alguien encuentra un solo "sólo" sin tilde no sólo podrá echarme en cara que se trata de una incorrección ortográfica, sino que, sobretodo, es una incoherencia existencial.
Un abrazo :)
martes, 9 de abril de 2013
Ver la filosofía de lejos
Quine, en el año 1979, escribió un artículo de título sugestivo: “¿Ha perdido la filosofía el contacto con la gente?”. Creo que todos nosotros nos hemos hecho esta pregunta, o sucedáneos, al menos una vez ante un texto filosófico. Me veo obligado a transcribir, desde el más absoluto respeto hacia su autor, un breve fragmento del último texto que ha provocado en mí esta experiencia:
“Por lo que aun si corriendo el riesgo de recaer en la objetivación de las nociones que según el método filosófico de abandono del límite mental se averiguan de manera más alta que según la intelección objetivante y por eso sin discurso lógico-lingüístico, con miras a en cierta medida ilustrarlas se acude a ciertos artificios de pensamiento objetivado y de consiguiente expresión. Así, por ejemplo, se dice que el además metódico ‘se otorga’ al además temático en alcanzándolo, de modo que ‘redoblantemente’ lo ‘torna en método’; que al de esa guisa metodizarse la libertad trascendental en lugar de ser método para un tema ulterior ‘corrobora’ o ‘confirma’ como método puro el que la alcanza, según lo que le ‘compete’ trocar en búsqueda el ser personal a través de los otros trascendentales personales, etc.” (J. M. Posada, “Libertad trascendental como actuosidad primaria intrínsecamente dual convertible con la persona según el carácter de además. Libre glosa al planteamiento de Leonardo Polo”, en David G. Ginocchio / Mª Idoya Zorroza (eds.), Estudios sobre la libertad en la filosofía de L. Polo, Cuadernos de Anuario Filosófico, Servicio de Publicaciones de la Universidad de Navarra, Pamplona, 2012, p. 150, n. 7.)
Es cierto que la filosofía siempre, desde sus inicios, ha recibido esta crítica, la de haberse alejado de la gente y hablar sobre cosas vagas y sin sentido. Incluso grandes figuras de la historia de la filosofía han sido blanco de este ataque: sólo hace falta recordar el Sócrates de Aristófanes, filosofando desde las nubes. En el caso de Sócrates nos parece obvio que la crítica se hizo con saña, con mala intención, que no era una crítica sincera. Sin embargo, nos negamos a creer que todas las críticas de este tipo se traten de la “mala leche” de un pueblo ignorante y de paladar incapaz para las exquisiteces de la filosofía, cosa que sin duda alegaría todo autor receptor de esta crítica. A veces, decirle a un filósofo que se ha alejado de la gente es el más sincero toque de atención. Te has subido a las nubes. Hablas de cosas que ni tú entiendes. Encadenas palabras biensonantes una detrás de otra, pero no te ocupas de si lo que dices tiene algún sentido en absoluto. Concreta. Vuelve a hablar en nuestro idioma.
Decir esto es duro para el filósofo, me incluyo, pero no quiere decir necesariamente que sus enseñanzas sean falsas. Podría ocurrir perfectamente que el filósofo estuviera tratando de transmitir una verdad que ha descubierto, pero, en lugar de regresar a la caverna, está gritando desde fuera que hay Sol y que existen los colores.
Obviamente, hay un momento en la filosofía en que el filósofo debe alejarse de la gente. Debe, tal vez, ir en otra dirección, o tomar un poco de altitud para ver lo que la gente hace. Pero después tiene que volver a bajar. Es, en cierto modo, su deber. Lo que descubre no puede quedárselo sólo para sí. Y, desde luego, hablar con palabras que sólo uno entiende es un modo de quedarse egoístamente con el propio pensamiento. Encriptarlo de modo que sólo yo u otros como yo podamos entenderlo. A la filosofía se le pide que hable de lo que yo soy, porque así lo ha prometido. Pero si habla de mí en un lenguaje que no entiendo, no me sirve para nada. Esta actitud puede obedecer también a un miedo, el de descubrir que en el fondo no se está diciendo nada. Así, si hacemos incomprensible nuestro mensaje, lo blindamos a las críticas.
Pero el filósofo no debería tener miedo a las críticas. Si las acepta, podrán decirle que no ha entendido la verdad, que no la ha captado, pero no que no está enamorado de ella. Si nos negamos a ser criticados, a aprender a aceptar y asumir las críticas, nos estamos negando a amar la verdad como ella es, y no a nuestro modo.
¿En qué se convierte una filosofía desconectada? En una cosa vaga, etérea, fantasmal e imprecisa. No queremos esto. No queremos una filosofía con el premio a las más grandes notas a pie de página. La filosofía debería ser un maestro que responda a nuestras preguntas, no que las ignore o las rodee. Queremos la filosofía encarnada, la concreta, que habla de aquello que sabe, que no huye de lo que no sabe, y que dice aquello que ama. No queremos ver la filosofía de lejos, o flotar entronada sobre nuestras cabezas, en las nubes. Queremos que camine entre nosotros y hable con nosotros de nuestras preguntas, y, por supuesto, en nuestro idioma.
¿Relativismo? ¡Fresas con mostaza! (aviso: el título engaña)
Este ensayo quería ser la crónica de un experimento científico. Quería tener un tono cómico. Pero al final he cambiado de opinión. Para quienes les gustan los ensayos cómicos (me incluyo), he dejado el título, por si se lo quiere imaginar… Ya ha habido en la historia muchas refutaciones del relativismo, igual que ya ha habido en la historia muchos relativistas. Hasta dónde sé, los argumentos los tienen los que se oponen a esta tesis.
Cierto, hay mil tipos de relativismo: relativismo cultural, relativismo lógico, relativismo político… No voy a tratar de ellos. Tampoco voy a negar de entrada que alguno pueda tener su sentido. Vamos a dar por indiscutible que en el ámbito lógico hay cosas que no son relativas, y que en muchos de los campos donde se profesa el relativismo, lo que habría que defender es más bien el pluralismo. No quiero hablar de esto. En este ensayo querría llamar la atención sobre una distinción: la que separa el relativismo serio de todos los demás.
Muchos pensaréis que con relativismo “serio” me refiero al relativismo coherente y absoluto, que se lleva a sus últimos extremos. Ese hombre que llega a su casa después de trabajar, va a la habitación de su hijo, lo observa unos dos minutos mientras duerme y, finalmente, dice en tono solemne: “hijo mío, eres relativo”, y se va. No quiero usar “serio” en este sentido, en el sentido de actitud, de tomarse el relativismo en serio.
Quiero usar “serio” en un sentido de diagnóstico. En el sentido de “grave”. Si me seguís hasta aquí, espero que coincidáis conmigo en que el relativismo serio no es el de los teóricos. Que ese relativismo no es tan grave se capta constatando que el ejemplo que he puesto es irreal: nadie actúa así delante de su hijo. Hay realidades que simplemente se imponen.
El relativismo serio es el relativismo “de calle”, de la gente. Este relativismo señala un defecto grave en la capacidad de argumentar: se quiere terminar rápido una discusión. Cada uno tiene su opinión. Alguien ha establecido que las opiniones son sagradas. Quedémonos cada uno con nuestra verdad. Todas las verdades son igualmente válidas.
Hemos pasado del amor a la verdad al amor a la opinión. Y no a cualquier opinión, sino siempre a la propia. Espero que coincidáis conmigo en que esto es serio. En algún lugar está escrito que todo hombre desea por naturaleza saber (Metafísica, I, sí, la primera línea). Pero, ¿saber qué? ¿Y hasta qué punto? Escuchando ciertos diálogos, ciertas discusiones, a uno le entran ganas de preguntar qué es lo que de verdad deseamos. ¿La verdad? ¿O la opinión? ¿La verdad? ¿O mi verdad?
¿Qué verdad queremos descubrir? ¿Qué verdad estamos dispuestos a buscar, a encontrar? De entrada, a priori, me parece que tenemos dos opciones: que la verdad sea trágica, o que no lo sea en absoluto. Que la verdad sea trágica significa que no nos apela. Son los dioses griegos. Crean al hombre por capricho, pero se desocupan de él. Es el hombre atado a un destino cortante: las tijeras de las Parcas. Tal verdad nos haría sucumbir a ella o sucumbir a nosotros mismos. Sucumbir a ella es la desesperación. Sucumbir a nosotros mismos sería el nacer del superhombre nietzschiano, abandonar lo humano: otra forma de desesperación. Estas son las dos formas que puede adoptar el amor a una verdad que sea trágica, griega. ¿Estamos dispuestos, como filósofos, a llegar a este punto, a esta expresión de amor hacia nuestra amada? El amor implica estar dispuesto a aceptar a la amada tal y como es, y esto no puede hacerse sin ser transformado de algún modo.
¿Queremos descubrir si hay verdad? Esa es la pregunta que grita ante este relativismo serio. ¿Estamos dispuestos a llegar a una verdad que no sabemos si podremos abrazar? ¿Queremos jugarnos la vida en esta búsqueda? ¿Amamos más a la verdad que a nosotros mismos? Es una posición de la libertad. Una posición ante una disyuntiva: que la verdad puede ser trágica o no serlo. No cabe un tercero. No cabe una verdad última que fuera a medias trágica. Si es a medias trágica, es trágica entera.
Pero nos olvidamos de la otra opción. A mi entender, descubrir que la verdad es trágica no sería una gran sorpresa. Nos diríamos que ya lo dijeron los griegos, que fueron grandes pensadores. El gran imprevisto sería que la verdad no fuera trágica. Que tuviera manos, rostro, boca, labios… Que supiera abrazar. Si no hay indicios de esto en nuestra vida, si no hay esas realidades que decía al principio que simplemente se imponen, que nos hagan decir “tal vez, tal vez sí…”, creo que es claro que no vale la pena iniciar juntos este camino.
Quien calla, otorga (una reflexión sobre el silencio)
En el Prólogo a su Tractatus logico-philosophicus (L. Wittgenstein, Tractatus logico-philosophicus, traducción al castellano por I. Reguera y J. Muñoz, Alianza, Madrid, 1987.), Ludwig Wittgenstein nos regala la que es, tal vez, su sentencia más conocida: “lo que siquiera puede ser dicho, puede ser dicho claramente; y de lo que no se puede hablar, hay que callar”. Aunque tomando esta frase como lema el ensayo se prestaba a ser entregado en blanco, si bien hay que ser creativos, tampoco hay que pasarse de listos.
Creo que Wittgenstein se está topando con lo mismo que llevó a Gabriel Marcel a plantear la distinción entre problema y misterio. El problema es aquello que admite una solución definitiva, aquello que, aunque sea en un largo plazo de tiempo, admite resolución. El misterio, por el contrario, no puede agotarse nunca. Son aquellas cuestiones en las que la experiencia nos dice que por mucho que profundicemos en ellas, siempre habrá más agua que sacar del pozo. El problema es, pues, “lo que siquiera puede ser dicho”. Como tal, “puede ser dicho claramente”, resuelto de modo favorable y diáfano. El misterio, sin embargo, es “de lo que no se puede hablar”. El hombre, en su vida, se encuentra con ambos. Tal vez distingue el misterio porque su experiencia del problema es anterior. El problema lo subordina a sí, lo domina. El misterio le supera, se le adivina como algo a lo que él tendría que subordinarse.
Tenemos que echar mano de nuestra experiencia para comprender a fondo esta distinción, y sus implicaciones, y también cómo la respuesta de Wittgenstein es, hasta cierto punto, insuficiente y no del todo justa. Un problema es aquello que todos hemos hecho en el colegio, con más o menos éxito. Tenía una solución definitiva: normalmente, la enunciada por el profesor en la pizarra. Un misterio es la vida. Y la muerte. Un hijo. Una esposa. Se dice que la mujer es misterio. Algunas se lo toman a mal, pero es un piropo, el más preciso: riqueza inagotable.
La ciencia moderna se ocupa de problemas. De hecho, cuando se encuentra de lleno en un misterio, se queda desorientada. Quiere atraparlo, mesurarlo, comprimirlo, probetizarlo. Por eso las soluciones que da ante él siempre se nos antojan insuficientes. Falta algo. No se ha tratado la cuestión con el método que le corresponde. La actitud más honesta de la ciencia moderna ante un misterio es la suspensión del juicio: un tipo de silencio, pero no el único.
La filosofía se ha encontrado siempre con misterios. Los rodea, los atraviesa, nada en ellos, bebe de ellos, los saborea. La respuesta pre-filosófica del hombre ante el misterio fue el mito. Los mitos no se enfrentan a problemas; pretenden transmitir un misterio. La filosofía los intenta penetrar, aclarar, definir, pero sabe que no los va a agotar. De hecho, cuando se ha acercado a los misterios con una actitud pretenciosa es cuando ha dado sus peores frutos.
Dicen de Santo Tomás que, tras una experiencia mística, quiso quemar todo lo que había escrito. Frente a lo que había visto, sus libros le parecían paja. Se cuenta que no volvió a escribir desde entonces, apenas a hablar. Esta anécdota parece señalarnos el destino de la filosofía: el silencio. Pero no un silencio como el de la ciencia moderna, sino el silencio que surge del alma que, tras subir penosamente la ladera de una alta montaña, enfrentándose a todo tipo de adversidades, se halla frente al más bello espectáculo de la naturaleza: un silencio contemplativo, que sabe a lágrimas de asombro.
Wittgenstein se ha encontrado con esto. Sin embargo, desde un profundo respeto hacia su figura, su solución me sabe a poco. Al final del prólogo, hablando de los problemas filosóficos (los misterios), sentencia “soy, pues, de la opinión de haber solucionado definitivamente, en lo esencial, los problemas. Y, si no me equivoco en ello, el valor de este trabajo se cifra, en segundo lugar, en haber mostrado cuán poco se ha hecho con haber resuelto estos problemas”. Wittgenstein identifica aquello de lo que no se puede hablar con el absurdo. El misterio, en la terminología de Marcel, es en el autor vienés el sinsentido. El esfuerzo filosófico se cifra en mostrar, precisamente, que al abordar un misterio no se está abordando nada. La solución de los problemas filosóficos pasa por mostrar que no hay tal problema, que es un juego engañoso del lenguaje. La lógica libera de estas cadenas.
En este sentido, Wittgenstein me recuerda (lejanamente) a un filósofo que, en su pretensión de ser sabio, llegó a decir: “Después de mí, la locura”. A Wittgenstein le entraría mejor la frase “Después de mí, la ciencia”, pues el papel de la filosofía se vería reducido, precisamente, a la disolución de sus problemas para allanar el camino a la gaya ciencia.
Cuando digo que la solución de Wittgenstein me sabe a poco me gustaría que quien me leyera me siguiera a esta misma conclusión atravesando su propia experiencia. En ella puede comprobar que al hombre le queda muy poco sólo con lo empírico. La postura de Wittgenstein nos lleva a una paradoja que no es lógica, sino existencial: resulta que al hombre, lo que más le interesa, aquello sobre lo que ha vuelto una y otra vez, es lo absurdo, lo sinsentido. Es como si el pozo del que han bebido tantos y tantos hombres fuera en realidad una inexistencia, un vacío. Llamo a esto paradójico porque sería de esperar que con la desaparición del agua desapareciera la sed. Si el agua es un engaño, al revelarse el engaño, mi sed se revelaría también como nunca existente. Pero el hombre sigue sediento.
Lo que cabe entender es que estamos envueltos de misterio, y no lo vemos por obcecarnos con problemas. El misterio se rebela si lo tratamos como un problema, como yo me rebelaría ante quien me tratara como un objeto.
Tal vez uno de los mayores misterios con los que el hombre se ha encontrado es con la muerte. La muerte sólo es un misterio para el hombre, pues sólo existe como tal para el hombre. ¿Hay que callar sobre la muerte? En cualquier caso, tal silencio es un grito. Es lo menos callado que existe. Nuestro silencio no la calla. Ya es la muerte la que nos calla.
lunes, 8 de abril de 2013
Acerca de la vaguedad de Bertrand Russell
El texto propuesto de Bertrand Russell ("Vaguedad") es un texto curioso. Tan curioso, que cuesta de entender. No es que esté escrito en una lengua extraña, sino que, al leerlo, es difícil controlar los impulsos de sacar de él conclusiones precipitadas. Sería fácil coger de este texto alguna afirmación aislada y radicalizar sus presupuestos, haciendo de la posición de Russell una postura fácilmente atacable. Y aquellas personas que tenemos oscuros deseos de despellejar a cualquier autor que no seamos nosotros tenemos que hacer duros esfuerzos para descartar esas tentaciones y centrarnos una y otra vez en el propósito de comprender qué quiere decir realmente el autor al que nos enfrentamos.
Pongamos por caso que para ello se necesitan cuatro lecturas del mismo texto, separadas por espacios isocrónicos para la reflexión. Una quinta lectura nos debería proporcionar ya el contenido de nuestro ensayo: aquellos puntos que queremos dar por buenos, aquellos que queremos echar a la papelera filosófica junto con las mónadas de Leibniz –aunque siempre etiquetándolas de “ideas bien intencionadas… pero no”–, o incluso si queremos echarle alguna trampa al autor atribuyendo a sus palabras un sentido distinto al pretendido.
Mi empeño se ha quedado un poco lejos de las cinco lecturas. Lejos por abajo. No voy a poner excusas. Tampoco voy a esconder que estoy escribiendo este ensayo el martes 12 de febrero, a las 10 de la mañana, unas pocas horas antes de tener que entregarlo. Supongo que a veces la filosofía se hace así.
Consciente, sin embargo, de que mi grado de comprensión del texto no daba para construirme una opinión estructurada, presentable, coherente, hegeliana, intenté suplir mi falta de preparación con un diálogo. Ya para los antiguos la filosofía era una cuestión de amistad. Tal vez también de cerveza, pero la amistad iba antes, como el acto que actualiza la cerveza, o su sustrato sustancial, en el que la cerveza inhiere como un accidente más. Un diálogo nunca da algo acabado. Tal vez se plantean tesis interesantes. Tal vez la mitad son falsas, pues en una conversación uno siempre va un poco más allá de lo que le permiten sus premisas –de hecho, es tal vez en una conversación donde mejor se muestra la vaguedad del lenguaje–. Pero, sobre todo, se abren preguntas, y eso es lo importante. Si el filósofo se pregunta es, tal vez, porque, por encima de todo, a la verdad se la ama con preguntas.
Sea como sea, este amigo mío, aficionado a los textos filosóficos, le había echado una ojeada y había sacado esa conclusión precipitada que yo también saqué en un principio: que pretender que todo lenguaje es vago imposibilita la comunicación humana.
– En ese caso, ¿qué me está contando Russell?
– Cierto, pero date cuenta de que cuando Russell habla de vaguedad del lenguaje no está hablando de vaguedad absoluta –reflexioné, sobre la marcha–. La crítica que le hacemos es legítima solo radicalizando sus presupuestos, pero no es eso lo que Russell nos quiere decir. Con “vaguedad” se refiere a una imprecisión en la delimitación del significado de los términos de un lenguaje. Imagínate un foco de luz iluminando un espacio vacío. Entre los dos extremos, el luminoso y el oscuro, hay un espacio como en penumbra. Russell dice que lo mismo sucede con las palabras, que a medida que nos alejamos de un centro que no sabemos muy bien cuál es, no sabemos si la palabra puede aplicarse con precisión, hasta llegar un momento en el que, decididamente, no puede aplicarse. Como ves, no equivale a decir que la comunicación es imposible, solo que resulta vaga porque…
– …porque el significado de los términos no está absolutamente precisado. ¿Es por ello que existen palabras con múltiples significados?
– Es un modo de manifestarse esa vaguedad, sí. De hecho, para Russell, parece que en un lenguaje exacto cada palabra tendría uno y solo un significado.
– ¿Y cuándo dice que el conocimiento entero es vago? ¿No te parece eso criticable?
– Bastante, a mi entender. Fíjate que Russell afirma eso, pero solamente es capaz de dar ejemplos del conocimiento empírico o científico: sobre todo, del ver de cerca o de lejos. Y yo me planteo… ¡un momento! ¿Está teniendo en cuenta todo el abanico del conocimiento o, tal vez, solamente una parte ínfima?
– Te sigo.
– Por ejemplo, ¿qué significaría decir que la captación intelectual de los primeros principios es vaga? Eso también es conocimiento. ¿Es el principio de no-contradicción un conocimiento vago? Al menos parece pretender lo contrario. O un juicio de existencia: algo o existe o no existe, no hay un intermedio. Es más claro aún en la experiencia de la propia existencia: parece que en ella no puede colarse la vaguedad. Tomemos otra operación del intelecto: la abstracción. ¿Puede ser vaga la captación de un concepto? Puede ser vaga la expresión que sea su vehículo, pero… ¿y el concepto mismo?
– Ya veo por dónde vas. Quieres decir que parece ser que anterior y más básico que el conocimiento vago hay cierto conocimiento en el que no puede tener lugar la vaguedad, aunque después el modo de expresarlo sea vago.
– Al menos así se me aparece. Y, dicho sea de paso, no me parece algo malo o escandaloso que todo lenguaje sea vago. Es más, creo que es esa vaguedad lo que le da riqueza al lenguaje, y a las relaciones humanas (a las que, en el fondo, se ordena el lenguaje). Piensa que sin ella no cabría el humor, los dobles sentidos, ni los juegos de palabras. Ni los piropos, ni las declaraciones de amor. Imagínate tener que precisar absolutamente el significado de un “te amo”. ¡Se dicen muchas cosas en esas dos palabras, para cuando termináramos de precisarlas científicamente seríamos viejos! ¿Recuerdas cuando en el texto Russell intenta definir de un modo preciso el término “exactitud”? ¡Gasta 9 líneas llenas de términos técnicos de la lógica! ¡Tu novia te daría una bofetada! ¿No es esa exactitud más vaga que la misma vaguedad? Si esto es la exactitud, yo no quiero un lenguaje exacto…
El ejercicio socrático ya llegaba a su fin, pues el hambre apremiaba.
– Bueno –me dijo–, pero la idea de un lenguaje exacto iba con buena intención…
– Sí… pero no.
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