martes, 9 de abril de 2013

¿Relativismo? ¡Fresas con mostaza! (aviso: el título engaña)


Este ensayo quería ser la crónica de un experimento científico. Quería tener un tono cómico. Pero al final he cambiado de opinión. Para quienes les gustan los ensayos cómicos (me incluyo), he dejado el título, por si se lo quiere imaginar… Ya ha habido en la historia muchas refutaciones del relativismo, igual que ya ha habido en la historia muchos relativistas. Hasta dónde sé, los argumentos los tienen los que se oponen a esta tesis.
Cierto, hay mil tipos de relativismo: relativismo cultural, relativismo lógico, relativismo político… No voy a tratar de ellos. Tampoco voy a negar de entrada que alguno pueda tener su sentido. Vamos a dar por indiscutible que en el ámbito lógico hay cosas que no son relativas, y que en muchos de los campos donde se profesa el relativismo, lo que habría que defender es más bien el pluralismo. No quiero hablar de esto. En este ensayo querría llamar la atención sobre una distinción: la que separa el relativismo serio de todos los demás.
Muchos pensaréis que con relativismo “serio” me refiero al relativismo coherente y absoluto, que se lleva a sus últimos extremos. Ese hombre que llega a su casa después de trabajar, va a la habitación de su hijo, lo observa unos dos minutos mientras duerme y, finalmente, dice en tono solemne: “hijo mío, eres relativo”, y se va. No quiero usar “serio” en este sentido, en el sentido de actitud, de tomarse el relativismo en serio.
Quiero usar “serio” en un sentido de diagnóstico. En el sentido de “grave”. Si me seguís hasta aquí, espero que coincidáis conmigo en que el relativismo serio no es el de los teóricos. Que ese relativismo no es tan grave se capta constatando que el ejemplo que he puesto es irreal: nadie actúa así delante de su hijo. Hay realidades que simplemente se imponen.
El relativismo serio es el relativismo “de calle”, de la gente. Este relativismo señala un defecto grave en la capacidad de argumentar: se quiere terminar rápido una discusión. Cada uno tiene su opinión. Alguien ha establecido que las opiniones son sagradas. Quedémonos cada uno con nuestra verdad. Todas las verdades son igualmente válidas.
Hemos pasado del amor a la verdad al amor a la opinión. Y no a cualquier opinión, sino siempre a la propia. Espero que coincidáis conmigo en que esto es serio. En algún lugar está escrito que todo hombre desea por naturaleza saber (Metafísica, I, sí, la primera línea). Pero, ¿saber qué? ¿Y hasta qué punto? Escuchando ciertos diálogos, ciertas discusiones, a uno le entran ganas de preguntar qué es lo que de verdad deseamos. ¿La verdad? ¿O la opinión? ¿La verdad? ¿O mi verdad?
¿Qué verdad queremos descubrir? ¿Qué verdad estamos dispuestos a buscar, a encontrar? De entrada, a priori, me parece que tenemos dos opciones: que la verdad sea trágica, o que no lo sea en absoluto. Que la verdad sea trágica significa que no nos apela. Son los dioses griegos. Crean al hombre por capricho, pero se desocupan de él. Es el hombre atado a un destino cortante: las tijeras de las Parcas. Tal verdad nos haría sucumbir a ella o sucumbir a nosotros mismos. Sucumbir a ella es la desesperación. Sucumbir a nosotros mismos sería el nacer del superhombre nietzschiano, abandonar lo humano: otra forma de desesperación. Estas son las dos formas que puede adoptar el amor a una verdad que sea trágica, griega. ¿Estamos dispuestos, como filósofos, a llegar a este punto, a esta expresión de amor hacia nuestra amada? El amor implica estar dispuesto a aceptar a la amada tal y como es, y esto no puede hacerse sin ser transformado de algún modo.
¿Queremos descubrir si hay verdad? Esa es la pregunta que grita ante este relativismo serio. ¿Estamos dispuestos a llegar a una verdad que no sabemos si podremos abrazar? ¿Queremos jugarnos la vida en esta búsqueda? ¿Amamos más a la verdad que a nosotros mismos? Es una posición de la libertad. Una posición ante una disyuntiva: que la verdad puede ser trágica o no serlo. No cabe un tercero. No cabe una verdad última que fuera a medias trágica. Si es a medias trágica, es trágica entera.
Pero nos olvidamos de la otra opción. A mi entender, descubrir que la verdad es trágica no sería una gran sorpresa. Nos diríamos que ya lo dijeron los griegos, que fueron grandes pensadores. El gran imprevisto sería que la verdad no fuera trágica. Que tuviera manos, rostro, boca, labios… Que supiera abrazar. Si no hay indicios de esto en nuestra vida, si no hay esas realidades que decía al principio que simplemente se imponen, que nos hagan decir “tal vez, tal vez sí…”, creo que es claro que no vale la pena iniciar juntos este camino.

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