lunes, 8 de abril de 2013

Acerca de la vaguedad de Bertrand Russell


El texto propuesto de Bertrand Russell ("Vaguedad") es un texto curioso. Tan curioso, que cuesta de entender. No es que esté escrito en una lengua extraña, sino que, al leerlo, es difícil controlar los impulsos de sacar de él conclusiones precipitadas. Sería fácil coger de este texto alguna afirmación aislada y radicalizar sus presupuestos, haciendo de la posición de Russell una postura fácilmente atacable. Y aquellas personas que tenemos oscuros deseos de despellejar a cualquier autor que no seamos nosotros tenemos que hacer duros esfuerzos para descartar esas tentaciones y centrarnos una y otra vez en el propósito de comprender qué quiere decir realmente el autor al que nos enfrentamos.
Pongamos por caso que para ello se necesitan cuatro lecturas del mismo texto, separadas por espacios isocrónicos para la reflexión. Una quinta lectura nos debería proporcionar ya el contenido de nuestro ensayo: aquellos puntos que queremos dar por buenos, aquellos que queremos echar a la papelera filosófica junto con las mónadas de Leibniz –aunque siempre etiquetándolas de “ideas bien intencionadas… pero no”–, o incluso si queremos echarle alguna trampa al autor atribuyendo a sus palabras un sentido distinto al pretendido.
Mi empeño se ha quedado un poco lejos de las cinco lecturas. Lejos por abajo. No voy a poner excusas. Tampoco voy a esconder que estoy escribiendo este ensayo el martes 12 de febrero, a las 10 de la mañana, unas pocas horas antes de tener que entregarlo. Supongo que a veces la filosofía se hace así.
Consciente, sin embargo, de que mi grado de comprensión del texto no daba para construirme una opinión estructurada, presentable, coherente, hegeliana, intenté suplir mi falta de preparación con un diálogo. Ya para los antiguos la filosofía era una cuestión de amistad. Tal vez también de cerveza, pero la amistad iba antes, como el acto que actualiza la cerveza, o su sustrato sustancial, en el que la cerveza inhiere como un accidente más. Un diálogo nunca da algo acabado. Tal vez se plantean tesis interesantes. Tal vez la mitad son falsas, pues en una conversación uno siempre va un poco más allá de lo que le permiten sus premisas –de hecho, es tal vez en una conversación donde mejor se muestra la vaguedad del lenguaje–. Pero, sobre todo, se abren preguntas, y eso es lo importante. Si el filósofo se pregunta es, tal vez, porque, por encima de todo, a la verdad se la ama con preguntas.
Sea como sea, este amigo mío, aficionado a los textos filosóficos, le había echado una ojeada y había sacado esa conclusión precipitada que yo también saqué en un principio: que pretender que todo lenguaje es vago imposibilita la comunicación humana.
– En ese caso, ¿qué me está contando Russell?
– Cierto, pero date cuenta de que cuando Russell habla de vaguedad del lenguaje no está hablando de vaguedad absoluta –reflexioné, sobre la marcha–. La crítica que le hacemos es legítima solo radicalizando sus presupuestos, pero no es eso lo que Russell nos quiere decir. Con “vaguedad” se refiere a una imprecisión en la delimitación del significado de los términos de un lenguaje. Imagínate un foco de luz iluminando un espacio vacío. Entre los dos extremos, el luminoso y el oscuro, hay un espacio como en penumbra. Russell dice que lo mismo sucede con las palabras, que a medida que nos alejamos de un centro que no sabemos muy bien cuál es, no sabemos si la palabra puede aplicarse con precisión, hasta llegar un momento en el que, decididamente, no puede aplicarse. Como ves, no equivale a decir que la comunicación es imposible, solo que resulta vaga porque…
– …porque el significado de los términos no está absolutamente precisado. ¿Es por ello que existen palabras con múltiples significados?
– Es un modo de manifestarse esa vaguedad, sí. De hecho, para Russell, parece que en un lenguaje exacto cada palabra tendría uno y solo un significado.
– ¿Y cuándo dice que el conocimiento entero es vago? ¿No te parece eso criticable?
– Bastante, a mi entender. Fíjate que Russell afirma eso, pero solamente es capaz de dar ejemplos del conocimiento empírico o científico: sobre todo, del ver de cerca o de lejos. Y yo me planteo… ¡un momento! ¿Está teniendo en cuenta todo el abanico del conocimiento o, tal vez, solamente una parte ínfima?
– Te sigo.
– Por ejemplo, ¿qué significaría decir que la captación intelectual de los primeros principios es vaga? Eso también es conocimiento. ¿Es el principio de no-contradicción un conocimiento vago? Al menos parece pretender lo contrario. O un juicio de existencia: algo o existe o no existe, no hay un intermedio. Es más claro aún en la experiencia de la propia existencia: parece que en ella no puede colarse la vaguedad. Tomemos otra operación del intelecto: la abstracción. ¿Puede ser vaga la captación de un concepto? Puede ser vaga la expresión que sea su vehículo, pero… ¿y el concepto mismo?
– Ya veo por dónde vas. Quieres decir que parece ser que anterior y más básico que el conocimiento vago hay cierto conocimiento en el que no puede tener lugar la vaguedad, aunque después el modo de expresarlo sea vago.
– Al menos así se me aparece. Y, dicho sea de paso, no me parece algo malo o escandaloso que todo lenguaje sea vago. Es más, creo que es esa vaguedad lo que le da riqueza al lenguaje, y a las relaciones humanas (a las que, en el fondo, se ordena el lenguaje). Piensa que sin ella no cabría el humor, los dobles sentidos, ni los juegos de palabras. Ni los piropos, ni las declaraciones de amor. Imagínate tener que precisar absolutamente el significado de un “te amo”. ¡Se dicen muchas cosas en esas dos palabras, para cuando termináramos de precisarlas científicamente seríamos viejos! ¿Recuerdas cuando en el texto Russell intenta definir de un modo preciso el término “exactitud”? ¡Gasta 9 líneas llenas de términos técnicos de la lógica! ¡Tu novia te daría una bofetada! ¿No es esa exactitud más vaga que la misma vaguedad? Si esto es la exactitud, yo no quiero un lenguaje exacto…
El ejercicio socrático ya llegaba a su fin, pues el hambre apremiaba.
– Bueno –me dijo–, pero la idea de un lenguaje exacto iba con buena intención…
– Sí… pero no.

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