martes, 9 de abril de 2013

Quien calla, otorga (una reflexión sobre el silencio)


En el Prólogo a su Tractatus logico-philosophicus (L. Wittgenstein, Tractatus logico-philosophicus, traducción al castellano por I. Reguera y J. Muñoz, Alianza, Madrid, 1987.), Ludwig Wittgenstein nos regala la que es, tal vez, su sentencia más conocida: “lo que siquiera puede ser dicho, puede ser dicho claramente; y de lo que no se puede hablar, hay que callar”. Aunque tomando esta frase como lema el ensayo se prestaba a ser entregado en blanco, si bien hay que ser creativos, tampoco hay que pasarse de listos.

Creo que Wittgenstein se está topando con lo mismo que llevó a Gabriel Marcel a plantear la distinción entre problema y misterio. El problema es aquello que admite una solución definitiva, aquello que, aunque sea en un largo plazo de tiempo, admite resolución. El misterio, por el contrario, no puede agotarse nunca. Son aquellas cuestiones en las que la experiencia nos dice que por mucho que profundicemos en ellas, siempre habrá más agua que sacar del pozo. El problema es, pues, “lo que siquiera puede ser dicho”. Como tal, “puede ser dicho claramente”, resuelto de modo favorable y diáfano. El misterio, sin embargo, es “de lo que no se puede hablar”. El hombre, en su vida, se encuentra con ambos. Tal vez distingue el misterio porque su experiencia del problema es anterior. El problema lo subordina a sí, lo domina. El misterio le supera, se le adivina como algo a lo que él tendría que subordinarse.

Tenemos que echar mano de nuestra experiencia para comprender a fondo esta distinción, y sus implicaciones, y también cómo la respuesta de Wittgenstein es, hasta cierto punto, insuficiente y no del todo justa. Un problema es aquello que todos hemos hecho en el colegio, con más o menos éxito. Tenía una solución definitiva: normalmente, la enunciada por el profesor en la pizarra. Un misterio es la vida. Y la muerte. Un hijo. Una esposa. Se dice que la mujer es misterio. Algunas se lo toman a mal, pero es un piropo, el más preciso: riqueza inagotable.
La ciencia moderna se ocupa de problemas. De hecho, cuando se encuentra de lleno en un misterio, se queda desorientada. Quiere atraparlo, mesurarlo, comprimirlo, probetizarlo. Por eso las soluciones que da ante él siempre se nos antojan insuficientes. Falta algo. No se ha tratado la cuestión con el método que le corresponde. La actitud más honesta de la ciencia moderna ante un misterio es la suspensión del juicio: un tipo de silencio, pero no el único.
La filosofía se ha encontrado siempre con misterios. Los rodea, los atraviesa, nada en ellos, bebe de ellos, los saborea. La respuesta pre-filosófica del hombre ante el misterio fue el mito. Los mitos no se enfrentan a problemas; pretenden transmitir un misterio. La filosofía los intenta penetrar, aclarar, definir, pero sabe que no los va a agotar. De hecho, cuando se ha acercado a los misterios con una actitud pretenciosa es cuando ha dado sus peores frutos.
Dicen de Santo Tomás que, tras una experiencia mística, quiso quemar todo lo que había escrito. Frente a lo que había visto, sus libros le parecían paja. Se cuenta que no volvió a escribir desde entonces, apenas a hablar. Esta anécdota parece señalarnos el destino de la filosofía: el silencio. Pero no un silencio como el de la ciencia moderna, sino el silencio que surge del alma que, tras subir penosamente la ladera de una alta montaña, enfrentándose a todo tipo de adversidades, se halla frente al más bello espectáculo de la naturaleza: un silencio contemplativo, que sabe a lágrimas de asombro.
Wittgenstein se ha encontrado con esto. Sin embargo, desde un profundo respeto hacia su figura, su solución me sabe a poco. Al final del prólogo, hablando de los problemas filosóficos (los misterios), sentencia “soy, pues, de la opinión de haber solucionado definitivamente, en lo esencial, los problemas. Y, si no me equivoco en ello, el valor de este trabajo se cifra, en segundo lugar, en haber mostrado cuán poco se ha hecho con haber resuelto estos problemas”. Wittgenstein identifica aquello de lo que no se puede hablar con el absurdo. El misterio, en la terminología de Marcel, es en el autor vienés el sinsentido. El esfuerzo filosófico se cifra en mostrar, precisamente, que al abordar un misterio no se está abordando nada. La solución de los problemas filosóficos pasa por mostrar que no hay tal problema, que es un juego engañoso del lenguaje. La lógica libera de estas cadenas.
En este sentido, Wittgenstein me recuerda (lejanamente) a un filósofo que, en su pretensión de ser sabio, llegó a decir: “Después de mí, la locura”. A Wittgenstein le entraría mejor la frase “Después de mí, la ciencia”, pues el papel de la filosofía se vería reducido, precisamente, a la disolución de sus problemas para allanar el camino a la gaya ciencia.
Cuando digo que la solución de Wittgenstein me sabe a poco me gustaría que quien me leyera me siguiera a esta misma conclusión atravesando su propia experiencia. En ella puede comprobar que al hombre le queda muy poco sólo con lo empírico. La postura de Wittgenstein nos lleva a una paradoja que no es lógica, sino existencial: resulta que al hombre, lo que más le interesa, aquello sobre lo que ha vuelto una y otra vez, es lo absurdo, lo sinsentido. Es como si el pozo del que han bebido tantos y tantos hombres fuera en realidad una inexistencia, un vacío. Llamo a esto paradójico porque sería de esperar que con la desaparición del agua desapareciera la sed. Si el agua es un engaño, al revelarse el engaño, mi sed se revelaría también como nunca existente. Pero el hombre sigue sediento.
Lo que cabe entender es que estamos envueltos de misterio, y no lo vemos por obcecarnos con problemas. El misterio se rebela si lo tratamos como un problema, como yo me rebelaría ante quien me tratara como un objeto.
Tal vez uno de los mayores misterios con los que el hombre se ha encontrado es con la muerte. La muerte sólo es un misterio para el hombre, pues sólo existe como tal para el hombre. ¿Hay que callar sobre la muerte? En cualquier caso, tal silencio es un grito. Es lo menos callado que existe. Nuestro silencio no la calla. Ya es la muerte la que nos calla.

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